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miércoles, 24 de julio de 2013

Interesantísima carta datada en 1804 atribuída al Libertador dirigida a Teresa Laisney de Tristán

En ocasión de celebrarse hoy el natalicio 230 del héroe de América, nada mejor que "escucharlo" directamente, y para ello tenemos la fuente lamentablemente no muy difundida, no muy exitosamente diseñada tampoco, me temo, pero producto innegable de un arduo trabajo, que es la página de Internet del "Archivo del Libertador", publicada por el Archivo General de la Nación y el Ministerio del Poder Popular para la Cultura de la República Bolivariana de Venezuela. Con gran fortuna mía, luego de lidiar con el fastidioso diseño cuyo intensivo uso del flash la hace pesada e inútil para ponerla al alcance de la mayoría de los dispositivos móviles de hoy, topé con este texto sin desperdicio. Lamentable e inexplicablemente la página destinada a la difusión de la obra y pensamiento del prócer no cuenta con opción de descarga, por lo que recurrí al viejo "copy - paste" para traerla aquí. Y debido a su indexación dentro de flash, enlazar con la página a un contenido exacto también es una pesadilla. Pero la riqueza de su contenido compensa con creces estas deficiencias.

A pesar de las dudas que los historiadores manifiestan sobre la autenticidad de este documento, encuentro sumamente interesante por la variante humana, romántica (en el estricto sentido de la época que le tocó vivir al Libertador) e incluso mundana que este documento añade a la figura mítica y a veces un tanto acartonada del prócer. Al igual que los llamados "Evangelios Apócrifos" nos dan una imagen diferente y enriquecedora del Jesús bíblico, esta carta, con todas su incertidumbre nos presenta un Bolívar con el que es imposible no sentir simpatía, salvo quizá para los más ortodoxos amantes del bronce de las estatuas, el acero de las espadas y las purezas ideológicas, a quienes este Bolívar joven, mundano, romántico y pueril podría incomodar o escandalizar.

Me pareció muy significativa en este texto la frase "Todos nosotros somos los juguetes de la fortuna; a esta grande divinidad, la única que reconozco, es a quien deben atribuirse nuestros vicios y nuestras virtudes." Lo de "la única que reconozco" podría ser fuente de intensos debates e investigaciones.

Son conocidas también todas las especulaciones sobre la relación entre Simón Bolívar y la destinataria de la carta, madre de la más famosa pensadora (filósofa más bien, pero aún el machismo castellano hace que esta palabra resulte poco usual en femenino) la francesa Floria Tristán, basta una superficial búsqueda en Internet para que encontremos que incluso algunos le atribuyen a Bolívar su paternidad. En fin, eso también hace a Bolívar inagotable: las fronteras entre lo mítico, la leyenda y lo histórico en su figura tienden a ser difusas, lo que encuentro fascinante. Así que, cierta o no, me parece que lo que describe esta carta es material excelente para cualquier fabulación ulterior (cuento, novela o cine), además que nos pone a pensar en este hombre excepcional en el contexto de su tiempo, sus circunstancias y su desbordante humanidad.

Aquí la carta tal como la copié traducida del francés del sitio oficial:

Archivo del Libertador
http://www.archivodellibertador.gob.ve/escritos/inicio.php

Bolívar en 1804 (Wikipedia)



DOCUMENTO 24. CARTA DATADA EN PARÍS, PROBABLEMENTE DE 1804, EN LA QUE ESCRIBE FANTASIOSAMENTE A UNA AMIGA (TERESA LAISNEY DE TRISTAN) SOBRE SUS PREOCUPACIONES JUVENILES Y SUS RELACIONES CON SIMÓN RODRÍGUEZ*

Traducción.
[París, 1804?]
(A la señora Teresa Laisney de Tristán).
Querida señora y amiga: Tiene Vd. razón: si quiere saber algo de mí, es preciso que se resuelva, a escribirme; de esta manera me veré obligado a contestarle, lo cual será un trabajo agradable para mí. Digo trabajo, y es la palabra exacta, porque todo lo que me obliga a pensar en el mismo asunto, aunque sea sólo por diez minutos me fatiga la cabeza, hasta obligarme a dejar la pluma o la conversa­ción para tomar el aire en la ventana.
Daría, mucho, dice Vd., por saber quién ha podido hacer del "pobre chico Bolívar" de Bilbao, tan modesto, tan estudioso, tan "económico", el Bolívar de la calle Vivienne 1, tan murmurador, pe­rezoso y pródigo. ¡Oh! Teresa, mujer imprudente, a quien, no obs­tante, nada puedo negar, ya que ha llorado conmigo en los días de duelo; ¿por qué quiere Vd. imponerse de este secreto? Cuando sepa Vd. la clave del enigma, ya no creerá en la virtud. . .
¡Ah, cuan espantoso es dejar de creer en la virtud! ¿Quién me ha "metamorfoseado"? ¡Ay! Una sola "palabra", palabra mágica que el sabio Rodríguez no debía haber pronunciado jamás. Escuche, puesto que quiere saberlo.
Vd. recordará en qué estado de tristeza había yo caído cuando la dejé para ir a reunirme con Rodríguez en Viena2. Yo esperaba mucho del trato con mi amigo, con el compañero de mi infancia, el confidente de todas mis alegrías, de todas mis penas, el mentor cuyos consejos y consuelos han ejercido siempre tanto imperio so­bre mí. ¡Ay!, en esta circunstancia su amistad fue estéril. El único amor de Rodríguez han sido siempre las ciencias. Mis lágrimas lo afectaron porque él me quería sinceramente, pero no las compren­dió. Lo hallé muy ocupado con un gabinete de física y química que formaba un noble alemán y en el cual estas ciencias debían ser demostradas públicamente por Rodríguez. Yo lo veía apenas una hora al día. Cuando lograba reunirme con él, me decía muy de prisa: Mi amigo, diviértete, haz amistad con jóvenes de tu edad, vete al teatro; en fin, debes distraerte: es el único modo de curarte. Comprendí entonces que algo le faltaba a este hombre, el más sabio, el más virtuoso, y sin duda alguna, el más extraordinario que se pueda encontrar. Pronto caí en un estado tal de consunción que los médicos declararon que iba a morir. Era lo que yo deseaba. Una noche, estando yo muy mal, Rodríguez velaba a mi lado con mi médico; ambos hablaban en alemán. Yo no comprendía una pala­bra de lo que decían; pero, por su tono, por su fisonomía, me di cuenta de que su conversación era muy animada. El médico, des­pués de haberme examinado cuidadosamente varias veces, se mar­chó. Tenía todo mi conocimiento y, aunque muy débil, podía soste­ner todavía una conversación. Rodríguez se sentó cerca de mí. Me habló con esa bondad afectuosa que me ha manifestado siempre en todas las circunstancias graves de mi vida; me reconvino con dulzura que yo me dejase morir y lo abandonase en mitad del ca­mino. Me hizo comprender que el amor no lo era todo en la vida de un hombre, y que la ciencia y la ambición podían hacerle a uno muy feliz. Vd. sabe con qué persuasiva seducción habla este hom­bre; aunque dijera los sofismas más absurdos, uno se sentiría llevado a creer que tiene razón. Me persuadió, como consigue hacerlo siem­pre que quiere. Viéndome entonces un poco mejor, me dejó, y el día siguiente transcurrió con exhortaciones parecidas. Esa noche, mientras trataba de influenciarme exaltando mi imaginación con cuanto podría yo hacer de bello, de grande, sea por las ciencias o por la libertad de los pueblos, le dije: Sí, sin duda, yo siento como Vd. que podría lanzarme en las brillantes carreras que Vd. me pre­senta, pero para ello tendría que ser rico: sin medios de ejecución no se llega a nada; y lejos de ser rico, soy pobre, y estoy enfermo y abatido. ¡Ah! Rodríguez, prefiero morir!. . . Y le tendí la mano para suplicarle que me dejara morir tranquilo. Un cambio súbito se operó en la fisonomía de Rodríguez; quedóse por un instante in­deciso, como un hombre que vacila acerca del partido que debe to­mar. De repente, elevando los ojos y las manos al cielo, exclamó con voz inspirada: "¡Está salvo!" Se acercó a mí, tomó mis manos des­fallecientes entre las suyas que temblaban y estaban bañadas en sudor, y me dijo, con un tono de voz que no le conocía: "¿Así, mi amigo, si fueses rico consentirías en vivir? Di, responde, contésta­me!" Sorprendido, yo no sabía lo que esto significaba, y dije que sí. ¡Ah!, exclamó él otra vez: ¡estamos salvados! Por fin el oro sirve, pues, para algo! ¡Pues bien! Simón Bolívar, eres rico! "Tienes actual­mente cuatro millones..." No le describiré, querida Teresa, la impresión que me produjeron estas palabras, "¡tienes actualmente cuatro millones...!" Aun siendo tan espléndida nuestra lengua española, resulta, como todas las demás, impotente para traducir semejantes emociones. Los hombres las experimentan rara vez; sus palabras corresponden a las sensaciones corrientes de este mundo; la que yo sentí era sobrehumana; estoy admirado de que mi organismo haya podido resistir.
Me detengo: el recuerdo que acabo de evocar me abruma. ¡Oh!, ¡cuan lejos están las riquezas de dar los goces que ellas hacen es­perar! . . . Estoy bañado en sudor, y más fatigado que nunca lo es­tuve después de mis más largas marchas con Rodríguez. Voy a ba­ñarme. Iré a buscarla después de la cena para ir al Teatro "Fran­cés" 3. Pongo, sin embargo como condición que Vd. no me pregun­tará nada, y me comprometo a continuar esta carta después del es­pectáculo.
SIMÓN BOLÍVAR.
Rodríguez no me había engañado: yo tenía realmente cuatro mi­llones. Este hombre extraño, que no tiene orden en sus propios ne­gocios, que se endeuda con todo el mundo sin pagar a nadie, que con frecuencia se ve reducido a carecer de lo más necesario, este hombre ha administrado con tanta habilidad como integridad la fortuna que mi padre me dejó, y la ha aumentado en un tercio. Sólo ha gastado en mi persona veinte y ocho mil francos durante los ocho años que he estado bajo su tutela. Ciertamente, él ha debido poner mucho de su parte. A decir verdad, la manera como me hacía viajar era muy económica; él no ha tenido tampoco que pagar facturas muy elevadas a los sastres por mi vestimenta; y mi instrucción no era objeto de gastos puesto que él era mi maestro universal.
Rodríguez pensaba haber hecho nacer en mí pasiones intelec­tuales que, orgullosas dominadoras, regirían como esclavas a las de los sentidos. El imperio que sobre mí tomó mi primer amor, no lo había espantado menos que los dolorosos recuerdos que me condu­jeron a las puertas de la tumba, y se lisonjeaba de que mi antigua dedicación a las ciencias iba a desarrollarse al disponer yo de medios para hacer descubrimientos, y que la jamas sería en lo sucesivo el único objeto de mis pensamientos. ¡Ah! El sabio Rodríguez se en­gañaba: me juzgaba demasiado a su imagen. Yo acababa de cum­plir veinte y un años, difícilmente podía él mantenerme por más tiempo en la ignorancia de mi fortuna, pero me la hubiera hecho conocer gradualmente, y de eso estoy seguro, si las circunstancias no le hubiesen obligado a revelármela de una vez. Yo no había deseado nunca la riqueza; ella me llegó inesperadamente; yo no estaba preparado para resistir a la seducción de su goce, y me aban­doné por completo a él. Todos nosotros somos los juguetes de la fortuna; a esta grande divinidad, la única que reconozco, es a quien deben atribuirse nuestros vicios y nuestras virtudes. Si ella no hu­biese puesto un inmenso caudal en mi camino, servidor celoso de las ciencias, amigo entusiasta de la libertad, la gloria hubiese sido el único objeto de mis pensamientos, el único fin de mi vida. Los placeres ni siquiera me han cautivado, sino de una manera su­perficial. La exaltación no ha durado mucho: el hastío la ha se­guido de cerca. Dice Vd. también que me atrae más el fausto que los placeres. Convengo en ello; y es, me parece, porque aquél tiene un falso aire de gloria.
Rodríguez estaba lejos de aprobar el uso que yo hacía de mi fortuna; le parece bien que uno se arruine con instrumentos de física y experimentos químicos, pero no cesaba de vituperar los gastos que yo hacía en lo que él llama necias frivolidades. Desde entonces, me atreveré a confesarlo, desde entonces sus reconvencio­nes me fastidiaron, y me marché de Viena para librarme de ellas. Me dirigí a Londres4, donde gasté ciento cincuenta mil francos en tres meses. Me fui luego a Madrid, donde sostuve un tren de prín­cipe. Hice lo mismo en Lisboa [5]. En fin, en todas partes ostenté el mayor lujo y prodigué el oro a la simple apariencia de los pla­ceres, pero en medio de todos estos placeres permanecí frío.
Hastiado de todas las grandes ciudades que había visitado, he venido a París con la esperanza de hallar tal vez aquí lo que no he encontrado en ninguna parte, "un género de vida que me con­venga". Pero, Teresa, yo no soy un hombre como los demás, y París no es el lugar que pueda poner término a la vaga incertidumbre que me atormenta. Hace sólo tres semanas que he llegado, y ya estoy aburrido [6]. He aquí, querida amiga, cuanto tenía que de­cirle acerca del pasado; respecto al presente, no existe para mí, es un vacío completo donde ni un solo deseo puede nacer, y que no deja ninguna huella en mi memoria. Será el desierto de mi vida. Apenas un ligero deseo aflora en mi mente, lo satisfago al instante y lo que he creído desear sólo resulta, cuando lo poseo, un motivo de desagrado. ¿Los perpetuos cambios que son el fruto de la casualidad, llegarán a reanimar mi vida? Lo ignoro; pero si esto no sucede, volveré a caer en el estado de consunción de que me ha­bía sacado Rodríguez al anunciarme que yo tenía cuatro millones. Sin embargo, no crea Vd. que me rompo la cabeza en vanas con­jeturas sobre el porvenir. Únicamente los locos se pierden en es­tas quiméricas combinaciones. Sólo se pueden someter al cálculo las cosas cuyos datos son totalmente conocidos; sólo en tal caso el juicio, como en las matemáticas, puede formarse de una manera segura.
¿Qué pensará Vd. de mí? Dígamelo francamente, esto no me corregirá: creo que hay muy pocos hombres que sean corregibles, pero como es siempre útil conocerse y saber lo que uno puede es­perar de sí mismo, yo me considero feliz cuando la casualidad me presenta un amigo que me sirve de espejo.
Adiós, yo iré a cenar mañana con Vd.
SIMÓN BOLÍVAR.
* “Le Voleur”, periódico de París, de 31 de julio de 1838. De un impreso posterior a la muerte de Bolívar. La Comisión Editora ha tenido a la vista, para el texto en francés, el facsímil de aquel periódico que reprodujo el Dr. Marcos Falcón Briceño al final de su obra “Teresa, la confidente de Bolívar”. “Historia de unas cartas de juventud del Libertador”, Caracas, Im­prenta Nacional, 1955. Para la versión de dicho texto al español, se ha adoptado la que hizo el Profesor Manuel Pérez Vila para la obra “Cartas del Libertador”, tomo XII, editadas por la Fundación John Boulton, Caracas, Italgráfica, C. A, 1959, págs. 10-13.
El Dr. Lecuna publicó en “Cartas del Libertador”, tomo I, pp. 11-16, una versión española de esta carta, que se suponía dirigida a Fanny Dervieu du Villars, tomándola de una de las “Leyendas históricas” de Arístides Rojas. Posteriormente, volvió a insertarla en el tomo X, pp. 395 y siguientes, junto con otras dos cartas, una que se creía dirigida a Denis de Trobriand, y otra a la misma Fanny: estos documentos estaban incluidos en un artículo titulado Cartas del General Bolívar, que había aparecido en un periódico limeño, El Faro Militar, de junio de 1845. En el tomo X, Lecuna reproduce íntegro el artículo, haciendo esta vez, como la anterior, serias reservas acerca de la total autenticidad de los documentos cuya paternidad se atribuía a Bolívar: para Lecuna, es posible que estas cartas "no hayan sido traducidas fielmente"; pero, agrega, ellas "contienen juicios y conceptos que permiten creer que estas versiones son realmente tomadas de cartas auténticas, admi­tiendo al mismo tiempo que han sido en parte adicionadas o alteradas" ... "hay frases y expresiones propias de Bolívar y otras destinadas a producir el efecto que se deseaba cuando se hizo la publicación de ellas". Respecto al artículo intitulado Cartas de Bolívar, señala también el Dr. Lecuna los muchos y graves errores que contiene. (Véase: Cartas, tomo I, pp. 14-16; tomo X, pp. 395-409); tomo XI, pp. 4-12, y “Simón Bolívar, Obras Com­pletas”, edición 1947, I, p. 20-26.) En 1955, el distinguido historiador vene­zolano Marcos Falcón Briceño demostró en su estudio Teresa, la confidente de Bolívar, que las cartas no habían sido dirigidas, como se creyó, a Fanny du Villars y a Denis de Trobriand, sino a Teresa Laisney y a su esposo Mariano de Tristán, una hija de los cuales, Flora Tristán (1803-1844) publicó en 1838, en el periódico “Le Voleur”, de París, un artículo titulado "Lettres de Bolívar", que fue el origen de las publicaciones de “El Faro Militar”, de Arístides Rojas, Lecuna, etc. La monografía del Dr. Falcón Briceño es concluyente a este respecto, y su lectura indispensable a quien desee im­ponerse del tema. La Comisión ofrece ahora al lector el texto completo, en francés, de las cartas atribuidas a Bolívar que Flora Tristán publicó en “Le Volear”, así como la versión castellana de las mismas, tomada de la obra citada más arriba, pero haciendo suyas, sin embargo, las reservas de Lecuna y de Falcón Briceño sobre las contradicciones y errores que no permiten aceptar la total autenticidad de estos documentos.

Notas

[1] Calle de París, ubicada cerca del Palais Roy al.
[2] Se refiere sin duda a la capital de Austria. Debe decirse, sin embargo, que ningún otro documento confirma que Bolívar hubiese visitado esta ciudad.
[3] Es decir, al llamado Théátre Franfais.
[4] Como en el caso de Viena, debe observarse que ninguna otra fuente permite asegurar que Bolívar hubiese estado en Londres antes de 1810, cuando llegó a aquella ciudad como Agente Diplomático de la Junta de Caracas.
[5] Lo dicho acerca de Viena en la nota 2, se aplica también a Lisboa.
[6] De tomar al pie de la letra estas palabras, la carta debería fecharse hacia fines de mayo de 1804, pues Bolívar había llegado a París a comienzos de ese mes.

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