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martes, 23 de octubre de 2012

Nuestra peligrosa tolerancia a la intolerancia. El caso Álvarez

Creo que fue en el 2008 cuando el entonces INDECU intentó atajar el desmedido aumento de las tarifas de los colegios públicos. Como siempre, la respuesta de los privados fue desproporcionadamente feroz: se acusó como siempre al gobierno de querer hacer una “educación comunista”, de intervención excesiva y, en última instancia, de impedir una educación de calidad al no permitir que los colegios cobraran tarifas que permitieran sostenerla. Pero lo que más me sorprendió fue la actitud asumida por nuestros copatriotas y vecinos, que al verse coartados en su derecho a ser estafados por los dueños de los colegios, y ante el superfluo argumento de que la educación no podía ser un negocio especulativo y que los institutos debían justificar las tarifas y que su regulación impediría que miles de niños quedaran sin educación al no poder sus padres pagar aumentos indiscriminados, respondieron de la siguiente manera: “¡Si no pueden pagar el colegio, que lleven a sus hijos a estudiar a Cuba! ¡Con mis hijos no te metas!” Así de solidarios y pensantes son algunos de nuestros compatriotas opositores de clase media.


Lamentablemente, ese supremacismo intolerante tan parecido al que mostraron los nazis contra los judíos, gitanos y a quienes ellos consideraran “inferiores” o los racistas de EE.UU. agrupados en el siniestro Ku Klux Klan, lo muestran cada vez que tienen ocasión de la manera más desvergonzada, y lo peor es escuchar las justificaciones que les dan los medios de comunicación. Recientemente fue contra el beisbolista conocido como “El Potro” Álvarez, a quien apoyar a Hugo Chávez lo ha convertido en víctima de esta jauría intolerante, que lo insulta en los estadios o donde sus cobardes individualidades puedan encontrar el valor de la pandilla. ¿Y cuál es la reacción de los medios? Mientras en la Europa que tanto criticamos los comportamientos violentos en los eventos deportivos son d ura y oportunamente sancionados (quizá debido a los millones de euros que mueven el fútbol y otros espectáculos deportivos) mediante multas, suspensiones a los clubes y a los propios estadios, en la televisión se dieron el lujo ayer mismo de defender la actuación de esa jauría con el argumento de “¿Cómo le vamos a coartar su libertad de expresión a esos fanáticos?” o peor aún: “ ¡La culpa la tiene Álvarez por mezclarse en la política!” Es de suponer que Ramón Guillermo Aveledo, Presidente de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional y Directivo de la opositora Mesa de la Unidad tampoco tiene derecho a ejercer su militancia política so pena de ser acosado por una turba. O que el acoso o un linchamiento puedan ser manifestaciones de la “libertad de expresión”.


A la hipocresía descarada de quienes se desgarran las vestiduras por la violencia y culpan a Chávez de ejercer un “verbo incendiario” y por otro lado asumen un comportamiento que no se puede tildar sino de supremacismo neonazi, se une la pusilanimidad del Estado, que a pesar de tener leyes que prohíben la incitación al odio y a la discriminación, no hace nada por aplicarlas. La violencia no sólo es disparar un arma, es el acoso, la amenaza, el odio. La tolerancia con la intolerancia, si se me permite el juego de palabras que no es juego, es tan peligrosa como repartir armas cargadas indiscriminadamente en una esquina. Si no les decimos que ese comportamiento no lo vamos a tolrerar, estamos dejando la puerta abierta para que se cuelen en nuestra sociedad demonios peores de los que ya tenemos, con el agravante de que sabemos que hay interesados en crear este tipo de situaciones. La respuesta por supuesto no puede ser del mismo tenor, no podemos responder sino con ética e insitucionalidad: el acoso debe ser reconocido como delito, en la escuela, en el estadio, en el trabajo, donde sea, y debe ser castigado, así como su incitación u apología para que nuestra sociedad no naufrague en la violencia.


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